El solitario terebinto desde su empinada atalaya va observando el paso de la vida por estos Acantilados. Aferrado a la tierra para no acabar flotando sobre las olas del mar cercano, es el vigía insondable. Su situación inmejorable le hace ser testigo y cronista de los hechos más relevantes que suceden por sus alrededores.
Queda en tierra de nadie, entre el pinar cercano y el olivar perdido sobre unos bancales que tuvieron su mejor esplendor en épocas anteriores, y que actualmente van siendo devorados por la maleza del abandono y la dejadez.
El terebinto queda disimulado entre el desorden vegetal que le rodea, pasando inadvertido a cuantos pasean por sus alrededores.
Mejores tiempo vivió este terebinto, cuando su madera era considerada de excepcional calidad para la elaboración de pequeños objetos y sus raíces fueron empleadas para la fabricación de cajas de tabaco. Cuando de su sangrado, se obtenía su valorada resina (trementina de Quío), usada desde tiempos inmemoriales y muy preciada por los romanos para usarla como perfume. Cuando Dioscóride, el famoso médico romano, prescribía sus frutos como diuréticos, afrodisíacos y para tratar las picaduras de algunas tarántulas.
También es conocido nuestro terebinto como cornicabra. Dicho nombre le viene de unas agallas con forma de cuerno de cabra, que se producen cuando le pican unos pulgones de la especie “Baizongia pistaciae” en sus hojas y ramas tiernas. Dichas agallas se observan mejor cuando se caen todas las hojas y en el árbol quedan colgando las agallas con tan singular forma.
Este terebinto o cornicabra se asoma solitario al barullo de la playa que, sobre sus pies, se atiborra de veraneantes en los meses de estío. Será cuando la playa se va despoblando, cuando el terebinto va despojándose de sus hojas para pasar desnudo los fríos meses de invierno.
Contradictoria visión de la Naturaleza: "cuando unos se desnudan otros se abrigan".
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