Las sirenas













La paz que algunos días se respira, contemplando el mar desde el inmenso balcón de los Acantilados, te deja escuchar melodías ancestrales que te van seduciendo y te transportan a lo más remoto e íntimo de tu ser. 

Quizás esa calma, ese momento de paz, te hace percibir sensaciones y ruidos que normalmente no sientes; ruidos y sensaciones que quedan, en la mayoría de las ocasiones, amortiguados en la vorágine de nuestra estresante y fugaz vida actual.  

Fue en uno de esos días de paz, sobre las rocas, allá por el Peñón del Fraile, recostada a la luz de los tenues primeros rayos del sol, absorta en sus pensamientos, pude observar su silueta inconfundible.
Al principio pensé que todo era efecto de la bruma y las luces penumbrosas del amanecer. Pero su canto melodioso y sus movimientos inconfundibles no dejaban lugar a dudas. 
¡Fue fugaz su visión, pero no única!

Cada semana volvía al mismo lugar para certificar lo observado, pero ya no tuve ocasión de volver a verla.
Había perdido toda esperanza y toda credulidad en mí mismo. Todo podía haber sido fruto de un sueño. Una alucinación producida por lo relajado del ambiente.

Fue casi al año del primer encuentro, sobre la misma roca, una nueva silueta, que me recordaba a la anterior, se recostaba sobre las luces naranjas del amanecer.
Nunca la observada ha sido la misma. Inexplicables ciclos hacen que cada año, el domingo anterior al solsticio de verano, la moradora de las rocas sea distinta a la del año anterior.
La afortunada, no sabemos nunca el por qué, con la mirada perdida hacia el horizonte, canta desconsoladamente su seductora melodía.
Los marineros de los barcos que surcan la zona en esos momentos, cual Ulises modernos, lanzan a los cuatros vientos sus sirenas estruendosas, para no escuchar la melodía y ser atrapados en las telarañas de sus encantos. 
Temen ser presas de su embrujo y ser arrastrados a las profundidades de las grutas cercanas de Cerro Gordo y Cerro Caleta, donde permanecerán encerrados en prisiones de coral hasta el final de sus días.

La calma, el sosiego y el silencio es total por estos Acantilados cuando sus dulces cantos son lanzados a la inmensidad del mar. Todos los seres perciben lo tenebroso del canto: las gaviotas se esconden en las grietas de las rocas; los pajarillos cabizbajos se agazapan, en lo más profundo de los árboles; las cabras huyen despavoridas hacia terrenos elevados alejados del mar………  únicamente los incautos caminantes que han osado adentrarse a esas horas por los Acantilados siguen su marcha sin percatarse de la magia del momento. 

He intentado capturar, a tan fabuloso ser; pero su imagen, no queda grabada en los modernos sistemas de grabación; sólo un halo de luz, señala el lugar en la roca donde mi mente, quizás influenciada por la magia del ambiente, la ve.


 

La tarabilla común (Saxicola torquatus)













Cuando madrugaba los domingos para ir a poner “trampas” a la “Cañá de Burgo”, con mi vecino Miguel, con nuestras bolsas de mano y el traje de lluvia dentro  ¡por si acaso!;  nuestra víctima por excelencia era el “cagaestaca. Ese era el nombre de la tarabilla en el vocabulario que nosotros dominábamos sobre las especies de nuestro alrededor. Su nombre venía de la vara (estaca) normalmente de caña vera, que poníamos cerca de la trampa para que el pájaro se posara, y desde esa atalaya privilegiada y fatídica, divisar el gusano o la hormiga de ala de la trampa.

Como suelo decir, con la llegada de las guías de aves y el refinamiento de las costumbres, el “cagaestaca” pasó a llamarse, tarabilla; incluso conocimos, de que había varias clases de tarabillas: común, norteña, canaria..…

Perseguida la caza con trampas, aunque no desterrada actualmente de ciertos ambientes, la tarabilla se pasea por los Acantilados sin ser atraída, ni engañada por palo alguno. En ese aspecto se siente tranquila y poco amenazada; siendo muy visibles y fácilmente distinguibles en nuestros paseos. 

Es un pajarillo muy abundante, pudiendo observarlas, sobre todo, por los terrenos más áridos, donde los espinos y los matorrales secos tienen su hábitat.  La veremos ir y venir en una actividad incesante desde su posadero, en busca del insecto o de la semilla localizada.

Siempre encima de cualquier mata o palo, lanzará a los cuatros vientos su melodía estridente y chillona; disputando el terreno con colirrojos y petirrojos que osan entrar en sus límites. Las persecuciones y disputas entre especies están aseguradas y son muy habituales por estos contornos.

Es otro de los pajarillos que cuando los ve, te atrapan en su contemplación. Su cabeza negra oscura, con ese collar blanco y el pecho anaranjado la hacen especialmente llamativa y sencilla de diferenciar. 

Nuestros Acantilados cuentan con una aceptable población de tarabillas, que hacen de estos parajes su residencia habitual durante todo el año.

Así que amigo caminante, tómate el itinerario como un disfrute, nunca como una competición; así podrás disfrutar en tus paseos por estos rincones de otro pajarillo, que quizás lo habías visto, pero por desconocimiento, había pasado inadvertido.

Mayo de Maia













Nada difícil lo tuvo mayo, con respecto a su antecesor abril.

Mayo, de Maia (Pequeña Madre), rehusó el enfrentamiento con abril. 
No quiso presentarse rodeada de llamativas y coloridas guirnaldas. 
Como buena madre, sopesó la importancia de la vida frente a estériles honores ganados en peleas fratricidas. 
Hábil y sagaz jugó sus bazas. 
Bazas que nunca fallan, que apuntan hacia una preponderancia segura. Bazas, que remueven la sensibilidad escondida en estos tiempos tan pragmáticos, y que dejan desarmado al contrincante más inconmovible.

¡Mayo nos presentó el renacer de la vida! 
Pero no como pequeña madre, si no como Mater  Única, como Mater Omnipresente, que amamantase a los Acantilados y desplegase su túnica protectora para el alumbramiento de las especies.
Súbitamente fueron escuchándose balidos inocentes con mayor diversidad de entonaciones, a medida que avanzaba mayo por los Acantilados. 

Gruñidos entrecortados salidos de las espesuras de los pinares y barrancos. 
Leves graznidos apenas audibles, provenientes de los riscos de Cerro Caleta. Silbidos mezclados con chillidos solicitando la ingesta de esa larva saciadora. 
Gañidos desde esa madriguera escondida en el laberinto de las grandes piedras de los derrumbes de los tajos que se pierden en el mar. 
Castañeteos, arrullos, zumbidos,…….. toda el repertorio de llamadas y exigencias ante el universo duro y peligroso, que se abre interminable, y que sólo la cercanía de nuestros progenitores, nos da esa seguridad necesaria, para afrontar los primeros momentos de nuestro existir.
Son llamadas que emplean un único tono para todo: para solicitar comida; para la presencia del peligro; para el juego precoz,………. Poco a poco la irán matizando para utilizarla adecuadamente en cada situación. 
Llamadas inocentes, sin el filtro aún, del conocimiento del peligro que acecha en cada rincón y en cada momento.

Mayo, sencillamente, nos volvió a entregar la vida.
Mayo alumbró las nuevas generaciones, que tendrán ante sí, la difícil tarea de sobrevivir en estos pequeños parajes, custodiados, por tantas amenazas.