Sylvia melanocephala (Curruca cabecinegra)














Qué sería de nuestros paseos por los Acantilados sin vernos sorprendidos por el canto estridente de esta avecilla de cola larga y cuerpo grisáceo; de nuestro caminar sin ser sorprendidos por su vuelo rápido y fugaz entre los matorrales; de sus piruetas atrapando al escurridizo insecto; de sus difíciles posturas picoteando el maduro fruto……

Esta avecilla volará veloz de arbusto en arbusto, de mata en mata; y si tiene a bien en posarse en las ramas más altas de los mismos; nos dejará que vayamos descubriendo sus bellos detalles: apreciaremos su cabeza completamente negra y su cuerpo grisáceo con su blanca pechera; su larga cola que da fin a ese cuerpecillo estilizado; ese pico puntiagudo y preciso, demasiado largo, para tan pequeña ave; y, sus ojos naranjas contorneados por ese ribete rojo, a modo de “semáforo sylvino”

Nos dará la sensación de que unas manos precisas y maestras han bordado alrededor del ojo tan llamativo adorno. Es la única de la familia “sylvina” que lo porta.

Cuenta la leyenda de que cuando el Gran Hacedor del Universo fue diseñando los distintos aspectos de las aves; cuando llegó a la familia Sylvia, nuestra “melanocephala” era la más inquieta de todas. Era muy complicado tomarle las medidas para que pudiera lucir un aspecto elegante, por sus constantes movimientos. 

Para cerciorarse de que efectivamente habían sido tomadas, y no confundirlas con las medidas de sus hermanas; con restos del traje que había sobrado del bengalí rojo, el Gran hacedor, le hizo alrededor de los ojos, esos antifaces que sirvieran para asegurarse de que la vestimenta diseñada era realmente para ella, y no habría confusión con ninguna otra sylviidae.

Es difícil poder seguirla en su ajetreo habitual, dada su inquietud constante, cercana a la hiperactividad (gen que da la sensación portado por toda la familia “sylvia”) y sus movimientos rápidos entre las matas que le sirven de escondrijo. Sólo su canto característico nos anunciará su llegada por sorpresa a los matorrales cercanos.

 Igual de veloz que llegó, partirá ante el más mínimo movimiento, dejándonos perplejos;  con la mirada aún fija, en ese matorral que teníamos de referencia para su contemplación y del que ha desaparecido de un plumazo.

Esta “cabecica negra” casi “cabecica loca”, por su constante y nervioso ir y venir, recorre con su vuelo y constante actividad, los rincones de nuestros Acantilados. Es una de las permanentes por cualquier lugar que transitemos, y sobre todo,  nuestra fiel compañera en nuestros paseos.

 

Chumbera (Opuntia ficus-indica)













Ha sido la planta de referencia de los paisajes desérticos de nuestros Acantilados; hablamos en pasado, por que esta planta, tan presente en toda nuestra comarca, tiene en estos momentos, serios problemas de subsistencia.

Se abrió camino entre las plantas autóctonas, a lo largo de más de un siglo; y, después de cuatro siglos, han bastado sólo varios años, para que una plaga proveniente del mismo continente que vio nacer a nuestra chumbera; sea, quien esté acabando con ella.

¡Cuántos recuerdos se nos viene a la mente cuando vemos morir a la chumbera!

Era agosto el mes de los chumbo.

¡Qué ritual en la recogida y la degustación del “chumbo”! ¡En su venta! ¡En sus transporte en cajas, selladas con altabaca!

Los distintos carritos de venta ambulante, que anteriormente habían sido utilizados para la venta de batatas asadas, se disponían estratégicamente en los lugares más frecuentados para la venta de los chumbos, y allí mismo podías degustarlos, viendo la habilidad con que el vendedor los iba abriendo, sin tocar su peligrosa piel, y ofrecerte abierto, el dulce manjar de la chumbera.

¡Qué pregonar de sus frutos por esas calles al reclamo de: “gordos y riondos, los riales”!

Por que los chumbos reales (“riales” al ser pregonados, tenían menos espinas en la chumbera) estaban más valorados que los moriscos (con más espinas en la planta). 

Los frutos de la chumbera, ha sido para nosotros “los chumbos”; pero los tiempos cambian, y debido al refinamiento de nuestra sociedad, se conocen en la actualidad, como “higos chumbos”; quizás este nombre, les da un porte de fruto más revalorizado, exquisito y excéntrico.

La chumbera como le pasó al algarrobo; “quitó” mucha hambre en determinados momentos de nuestra historia no muy lejana: a personas y a animales.

Actualmente en esta situación de opulencia alimenticia, ha sido unas de las especies relegadas de nuestras dietas; quedando solamente como mera reliquia alimenticia, mostrada en ferias y exposiciones. ¡Ah, y en esa costumbre tan arraigada actualmente de celebrar el día del………! 

La chumbera va encogiéndose, mustiándose, acartonándose…. y en definitiva, extinguiéndose por la cochinilla y por los cambios de hábitos y alimentación de la sociedad actual; desarraigada por gusto y hábitos venidos, de esas latitudes de ultramar de donde un día nos vino la chumbera. 

¡Acaso sea el eterno, retorno! ¡El eterno intercambio de las modas!

Malos tiempos, para la chumbera y para la cabra de nuestros Acantilados, que ha perdido ese aporte de frescor y “verdor”, en los meses tórridos de los Acantilados en su dieta.

A veces, cuando ves de cerca el rostro de la cabra, parece salirle una “sonrisilla”, como queriendo decir: ¿malos tiempos sólo, para nosotras y las chumberas?



 

Las “Torres”













 Estos dedos elevados al cielo junto al mar, delimitaban los miedos y los continuos sobresaltos entre culturas. Son la clara señal de las constantes invasiones, justificadas o sin justificar, que se han producido en los Acantilados. 

No apuntan al firmamento como señal de la grandeza del mismo, ni del infinito de la creación, ni de lo pequeños que somos ante tan grandioso panorama.

Nos muestran los sempiternos enfrentamientos entre el primer mundo y el segundo, o el tercero, o cuarto, o quinto……. Los continuos conflictos entre los que tienen y derrochan, y los que no tienen y deben buscar el sustento donde lo haya….

Aunque siguen sobreviniendo continuas invasiones, más silenciosas; ya no elevan columnas de humo, indicando la presencia de “moros en la costa”. Modernos sistemas de detección son empleados para tal fin.

Esto pétreos sistemas defensivos contra la denostada y aireada, rapiña; bordean todos nuestros Acantilados. Algunas en mejor estado que otras. Alguna que otra, haciendo equilibrismo contra las adversidades y contra la gravedad, disputando tal honor a torres italianas de famosos nombres.

Son la referencia desde cualquier punto de los Acantilados. Cada una delimita muy bien las tierras de estos “Parajes”. 

Una a la entrada por el oeste: la de Maro. Otra a la entrada por el Este: la de Cerro Gordo. En medio, incrustadas como flechas en sendos cabos de los Acantilados, las otras tres torres: dos de ellas escondidas, de difícil acceso: la de la Caleta y la del Rio de la Miel; la tercera, formando parte de una propiedad particular, para disfrute y contemplación de sus propietarios: la del Pino o del Italiano. 

¡Cuánto queda por expropiar! Necesitaríamos de otro Mendizábal, para recuperar todo lo sustraído durante la contienda civil.

Todas tuvieron su cuerpo de guardia. Sus relevos de guardia. Sus escalas para poder adentrase en sus entrañas. Sus momentos de peligro y de gloria. 

Son el fiel reflejo de tiempos de fronteras inestables, de momentos convulsos entre pensamientos y creencias enfrentadas. 

¡Cómo se repite la historia! ¡Y, la historia cada vez más apartada en la formación de las futuras generaciones!

Estas torres son el santo y seña de los Acantilados. Los Acantilados, sin estas torres, formarían parte de ese extenso catalogo de curiosidades geológicas, de cierta belleza, que siempre ha conferido el oleaje al romper contra la montaña que se incrusta en el mar. Pero no serían nunca lo que son sin la presencia de estas reliquias antropológicas de nuestro pasado.

Puedes recorrer los Acantilados y disfrutar de sus vistas y de la inmensidad del paisaje, pero cuando te encuentras de bruces con una de estas torres, otro sentimiento se une al de la fascinación por el entorno. La historia que estas torres soportaron a lo largo de su existencia, salta delante de ti, y como telón de grandes escenarios, se elevan y te hacen rememorar cuántos acontecimientos se fueron sucediendo por sus alrededores.

Entonces no tienes más remedio, que pararte y descansar bajo su sombra, contemplándolas y evocando, todo lo que supusieron tan magníficas construcciones.

La cabra y el mar













La fascinación por la contemplación del mar es algo que no podemos poner en duda. Su sola visión nos deja hechizado. 

Ese vaivén continuo de las olas, ese continuo movimiento, ese cambiar de tonos, esas líneas variables sobre su superficie…. nos deja la mente en blanco, transportándonos a mundos idílicos, repletos de sensaciones de absoluta calma.  Abrimos nuestra mente a los más bellos pensamientos. Quizás por que venimos del mar, en lo más profundo de nuestro ser, al contemplarlo, se abre esa fisura que nos transporta a nuestro ser primigenio; y, de vez en cuando, tenemos la obligación, como si de peregrinación se tratara, de acercarnos a reverenciar el lugar del cual  emergimos.

Nuestra cabra tampoco es ajena a esa influencia. Queda atrapada en su contemplación. Ella que siempre alerta, vigila a los cuatro costados, la posible llegada de un peligro; cuando se acerca al mar, se olvida de los peligros, y embrujada por su contemplación, da la espalda al lugar por donde puede ser sorprendida, y queda extasiada en su ensimismamiento. Ya no hay temor a posibles peligros. Sólo, la observación del inmenso mar que se abre azul, turquesa, gris..... ante ella.

¿Tendrán también esa necesidad de acercarse y contemplar el lugar de donde también emergió?



"El mar es un antiguo lenguaje que ya no alcanzo a descifrar." Jorge Luis Borges.

 

El Coloraito (Erithacus rubecula)













Nosotros le llamábamos “el Coloraito”. 

Petirrojo, o “Erithacus rubecula” desde que manejamos alguno de esos manuales de aves impresos, con todas las especies de España, Europa y norte de Marruecos, y de alguna  que otra especie rara que se deja  ver, por que alguna tormenta o huracán, las desplazan hasta nuestras latitudes.

Quizás hubiese sido más acertado haberlo llamado “el Naranjito”, pero podía haber tenido mayor confusión y hubiese sido posteriormente más complicado de utilizar , después de que ese nombre, se popularizara tras ese campeonato de fútbol del 82. 

Naranjito ya lo asociamos, los que vivimos aquella época al deporte rey;  mientras “Coloraito”, ( que se sepa, aún no ha sido registrado en el listado de nombres con derechos de autor), sigue manteniendo toda su vigencia; toda su referencia plena a ese pajarillo alegre y regordete, que llegado el invierno, hace su aparición por cultivos, jardines, parques…. y cómo no, por nuestros Acantilados.  

Era, el Coloraito, una de nuestras víctimas habituales del domingo, cuando allá por los años 60, nos dedicábamos a poner las “trampas” (o perchas), para cazar los pajarillos que nuestros conciudadanos europeos, iban engordando en sus países de origen y que después nosotros, freíamos, por docenas en, nuestro aún desconocido mundialmente, aceite de oliva virgen extra.

Después vendrían peores años para el Coloraito. El uso indiscriminado de herbicidas y pesticidas, que invadieron nuestros campos de cultivo, y que fueron acabando con gran parte de las aves insectívoras, también afectó y mucho, a nuestro Coloraito, que también sucumbió, como tantas otras especies, a esa orgía de utilización tan poco selectiva e irracional de productos químicos en nuestras siembras. 

Afortunadamente algo hemos cambiado y algo estamos evolucionando, en el recelo con que se intenta cuidar el medio ambiente. 

Va siendo la visión de esta avecilla muy habitual y generalizada; y cómo no, más abundante por nuestros Acantilados. 

Gusta de visitar las laderas interiores de los Acantilados donde la existencia de una vegetación poco densa es más propicia para sus andanzas. Rara vez, se deja de ver por la orilla de la playa, aunque deambule por zonas muy próximas a ella.

No nos cansamos de deleitarnos con su contemplación: con esa silueta gordonzuela revestida de esa gama de colores, que nos deja atrapados; con su volar rápido, nervioso e incansable en busca de algún insecto, y con todo el repertorio de piruetas aéreas para atraparlo.

El abandono de prácticas, ya totalmente prohibidas, de la caza con perchas y redes; así como la concienciación de un uso más racional y seguro de herbicidas y plaguicidas, auguran unos tiempos más placenteros y seguros para el Coloraito; y para nosotros, que seguiremos disfrutando de la contemplación de este gordonzuelo con babero naranja.