"Rokero” solitario (Monticola solitarius)













Este pajarillo, de la familia Turdidae, primo del común mirlo, con nombre de personaje de novela de aventuras y de película, pasa casi desapercibido por estos Acantilados, a pesar de tener tan singular nombre. 

No tiene hazañas dignas de mencionar; ni entuertos deshechos de los que poder vanagloriarse. Sólo una existencia corriente de roca en roca; buscando aquí y allí algún alimento que le aporte lo necesario para sobrevivir.

Su tono azul oscuro metalizado, si no es contemplado con la luz adecuada, es confundido con el negro, de su primo “mirlo”; por lo que nuestro roquero, la mayoría de las veces, pasa a engrosar la familia de éste; al igual, que la mayoría de las acuáticas son patos; o la mayoría de los granívoros son gorriones. 
En alerta ante cualquier movimiento, su vuelo huidizo, hace que no podamos observar detalladamente su esplendoroso y elegante traje azul, que brilla intensamente, cuando se ofrece majestuoso a la luz del sol.

Como su nombre indica, frecuenta los roquedales de nuestros Acantilados; posándose en cualquier piedra, que le sirva de atalaya de observación; y,  desde la que nos obsequiará con sus bellos trinos y su canto aflautado.

También gusta de frecuentar los tejados y los lienzos de paredes, de los cortijos derruidos, que aparecen diseminados por las laderas de los Acantilados, e incluso, utiliza las copas de los pinos para lanzar su melodía a los cuatro vientos.

Es mucho más discreto que su primo. No suele huir, lanzando chillido ni grito alguno, y cuando su curiosidad le hace fijarse en algo, se va acercando discreta y sigilosamente, hasta pararse a escasa distancia de lo que le ha llamado la atención.
Su pareja, de traje más oscuro, sin ese azul metálico de su consorte; sí puede ser confundida con su análogo más común; pero si hemos tenido la ocasión de observarla con claridad, su silueta, algo más esbelta, nos sacará pronto de duda.
Es complicado de ver a la pareja de roqueros juntos, como suele suceder con el resto de aves que pueblan estos rincones. Tampoco suelen verse grupos de roqueros de ambos sexos e inmaduros juntos.También nuestro protagonista hace honor a su apellido de solitario, recorriendo desamparado y en soledad todos los rincones de estos territorios.

El roquero solitario, sin antifaz, sin agraviados a los que socorrer, sólo con su perfil elegante y su traje metalizado, llena por sí mismo, de manera discreta, una parcela importante de estos Acantilados.


 

Hierba pequeña













Así es mi vida,
hierba,
como tú. Como tú,
pasto pequeño;
como tú,
forraje ágil;
como tú,
heno que te meces
por las sendas
y por las veredas;
como tú,
paja humilde de los carriles;
como tú,
que en días de tormenta
te consuelas
en lo profundo de la tierra
y luego
reverdeces
bajo los rayos
del cálido sol;
como tú, que no has servido
para ser ni prado
de una lonja,
ni ejemplar de un botánico,
ni césped de un palacio,
ni flor de una iglesia;
como tú,
hierba sedentaria;
como tú,
que tal vez estás hecha
sólo para un arcén,
hierba pequeña
y
ligera.

Versión “hierba pequeña” basada en el poema de León Felipe.
Así da gusto componer una poesía. Agradecer la colaboración de 
León.

 

El Carrizal













Se van las últimas luces por la parte de Nerja. El sol engullido por el mar, lanza sus postreros rayos sobre el grupo de nubes que han quedado, después del día ventoso que se ha presentado,  moviéndose sobre el inmenso mar. El colorido de las nubes y lo caprichoso de sus formas, hacen que su contemplación nos dejen ensimismado.

Hacia el sur, cada vez más negro y tenebroso, se abre inmenso el mar. 

Hacia el oeste, hace apenas unos instantes, empezó el faro de Torrox a emitir sus diminutos destellos; pero suficientes para asegurar el rumbo de los barcos que surcan la zona. Será la única referencia de la existencia humana durante todo la noche. 

Las luces del cortijo cercano que se recorta sobre el acantilado, son tan débiles, que apenas se aprecian en la noche cerrada. Pronto la oscuridad total engullirá cualquier atisbo de iluminación cercana.
Rosa ha acarreado los cántaros de agua, para las tareas de la noche, desde la fuente cercana. ¡Ardua y empinada caminata! No de tanto realizarla menos cansada. Es joven, y todavía quedarán bastantes años para que esta tarea de llevar el agua hasta la casa, pueda con ella.
Agua, para el aseo de la pareja, después de la agotadora jornada en los bancales que rodean la casa; para poder saciar la sed y para poder cocinar, ese potaje viudo, que sabrá a gloria; y, para la limpieza de la casa y de los enseres utilizados durante la cena y el desayuno de mañana.

Unos pocos bancales robados a los Acantilados, y sostenidos por balates que desafían cualquier ley arquitectónica, son el sustento de la familia. ¡Bancales levantados de generación en generación, una y otra vez!
Los desprendimientos continuos en los bancales, producidos por las fuertes lluvias, hace que el mito de Sísifo, siga vigente por estos lares. Pero que hay que mantenerlos siempre en pie, para que la arboleda y la siembra, no terminen balanceándose en la orilla del mar.

Rosa va terminando de echar los últimos avíos al potaje que cuecen lentamente sobre la cocina de petróleo. 

José hace su aparición por el dintel de la puerta, sudoroso, enharinado por la tierra, que este viento infernal que nos azotó todo el día, ha levantado en nubes cegadoras; haciendo más difíciles los trabajos en los bancales.

¡Pero estos días son así! ¡Ya vendrán los días calmos donde se echará en falta, algo de brisa que refresque el ambiente!

Junto a la olla del potaje, ha puesto a calentar algo de agua para el aseo de José. 
Una vez termine de asearse, comerán despacio, en silencio, a la luz del quinqué; y tras recoger la mesa y la habitación, se irán a la cama a descansar de tan fatigadora jornada.

Mañana, la rutina, será la novedad del día.