La alberca














Es una pequeña isla de agua rodeada de tierra árida, casi desértica.

Es verdaderamente ese estanque dorado para los largos meses de estío. 

Es el inmenso mar de los que cruzan este piélago del que no pueden saciar su sed.

Es el punto inicial y final donde harán parada obligatoria los exhaustos por tan prolongados esfuerzos. 

Es la luz que refleja la vida para los sedientos que llegan y partirán para tierras más lejanas.

Es el faro para los que han decidido pasar la temporada estival por estos Acantilados.

Es el santuario, durante el verano, al que acudirán en romería los peregrinos que habitan por sus alrededores.

Es el Titán que ha resistido el paso del tiempo y la competencia de sistemas más modernos.

Es la constancia palpable de ilusiones puestas en vivir de esta tierra.

Es el pozo más profundo para los que asombrados, por tal hallazgo, se sienten seguros.

Es la encrucijada perfecta para los que viven de la “rapiña”.

Es la picota para los más débiles.

Para ti versado caminante, que has tomado la opción de pasar cerca, es simplemente una vieja y herrumbrosa alberca de los tiempos de maricastaña, a la que la maleza y los arbustos están acorralando. Pero acércate y remoja tus manos hasta sentir la frescura del agua. Entonces, quizás, aprecies la importancia de esta decrépita y enmohecida alberca.


 

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