Había sido toda una mañana de espera, intentando sacar algunas imágenes de un “zarapito trinador” que tiene las calas de los Acantilados como cuarteles de invierno. Espera que fue infructuosa, tanto por que no apareció el ave deseada, como que tuve que finalizar antes de tiempo mi propósito, por que las calas de los Acantilados no se libran de los visitantes ni en las mañanas frías de invierno. Así que tras cerciorarme de que las personas que habían bajado a la cala para descansar al sol, se iban a quedar un buen tiempo, y que serían la causa de que no entrara ningún ave mientras estuvieran presentes, decidí abandonar cualquier intento de lograr por ese día instantáneas del zarapito.
Abandoné la cala y puse rumbo hacia una zona donde pudiera tener un emplazamiento idóneo desde el que abarcar una amplia zona, y así por lo menos aprovechar lo que quedaba de mañana. Si no había entrado el zarapito, por lo menos podía ver dónde se encontraba las manadas de cabras, que durante estos meses se agrupan en gran número. Tampoco rechazaba la idea de que apareciera el martín pescador que este año ha estado más remolón a la hora de cruzar hacia tierras más calentitas; o que alguna garza real tuviera la feliz intención de posarse en algunas de las piedras cercanas; o que un platillo volante tomara la torre vigía cercana como aeropuerto improvisado. ¡Cualquier cosa me vendría bien, después del madrugón y de la aparición inesperada de las personas en la cala!
Pero cuando el día parece venir así de ladeado, nada ocurre. La esperas son infructuosas y los constantes barridos con los prismáticos son en vano. Parece que la tierra o la Naturaleza echase una capa invisible sobre los animales y éstos desaparecieran ante nuestros ojos. Sabemos que están ahí, pero somos incapaces de verlos, hasta que ellos quieren y se dejan de ver.
Ya era la hora de mi vuelta para casa cuando, la silueta de un “delfín” vadeaba el pequeño islote de roca que hay en medio de la cala. Rápidamente y con nerviosismo saqué la cámara que llevaba en la mochila. No podía dejar de pasar la ocasión de fotografiar al delfín que había osado acercarse tanto a la orilla. El agua estaba transparente, de ese azul turquesa que nos embelesa de solo contemplarlo. Mientras intentaba medir correctamente la luz de la escena, iba apretando el botón del disparador a la vez que de refilón con el ojo izquierdo iba viendo si las imágenes tenían la luz correcta. Cambiaba la abertura del diafragma conforme iba viendo a duras penas que las imágenes iban adquiriendo la luz correcta. Todo fue muy fugaz, tanto por el avance del animal, como por las dimensiones tan reducidas de la cala.
Feliz, por lo menos, de haber podido fotografiar ese delfín tan grande y tan lacio, me fui para la casa. Pero mi cerebro seguía dándole vueltas a la imagen del delfín avistado, y que no me cuadraba, según los estándares de delfines avistados en las inmediaciones. Los delfines son más vivos y activos, pero bueno, este podría haberse tomado ese día más relajado; o quizás pudiera estar enfermo. Fue cuando vi la imagen ampliada en el ordenador cuando se apreciaba que lo avistado no era un delfín. Su cabeza era más grande y alargada. El cuerpo también era más grande. ¡No cabía duda, era una ballena! ¿Pero cuál? Aquí entraron en juego los señores Safari y Google. ¡Cuánto saben! Rápidamente me dijeron que era un rorcual o ballena de aleta, el segundo mamífero más grande que surca los mares. ¡Mi asombro fue total! ¡Una ballena y a escaso metros de la orilla!
Toda la frustración de haber dado la jornada detrás del zarapito como perdida, quedó recompensada por este inesperado encuentro. Os dejo algunas imágenes como prueba de ello. No son muy buenas, pero lo fugaz y repentino del avistamiento no dieron para nada mejor. En mi retina las imágenes son más abundantes, nítidas y reales, pero aún no hay dispositivo que las pueda descargar directamente a ningún formato. ¡Lo siento!
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