La caseta de carabineros













La humedad entraba por las tres troneras realizadas en la pequeña caseta de vigilancia del Peñón del Fraile. Se habían abierto estratégicamente en las tres paredes orientadas hacia el este, oeste y norte. La tronera orientada al este siempre estaba abierta, daba ésta a las Doncellas, donde habitualmente se producía el jaleo más importante.

La pequeña puerta, ésta sí orientada al sur, ayudaba aún más, con su desvencijado cierre, a la entrada de ese airecillo que se te iba metiendo poco a poco hasta los huesos.
Todo era minúsculo en la pequeña estancia que conformaba la caseta de vigilancia. Los tres guardias que conformaban el turno de vigilancia, a duras penas podían moverse, ni siquiera estirarse en los escasos tres metros cuadrados del cuartucho.

Fulgencio no debería haber realizado el turno de vigilancia de aquella noche. Había estado en el turno de la mañana, en el desalojo del Acebuchal; dentro de la nueva táctica empleada, de cortar el abastecimiento  de la Agrupación Roberto, tan operativa en la Almijara. Pero una indisposición de su amigo “Inés”, y los pocos efectivos del cuartel en esos momentos, le hizo ofrecerse voluntario para la vigilancia en el Fraile.
Era Fulgencio un guardia tenido en gran estima por sus compañeros; siempre atento en ayudar a los nuevos que se incorporaban y hacerle más llevaderos sus servicios por la agreste Almijara en persecución del maquis. Gran conocedor del terreno, no faltaba sus consejos sobre como cubrirse en las refriegas más duras; ni en advertir donde estaban los puntos más peligrosos en sus actuaciones por la sierra. Más de un guardia le debía seguir aún vivo a tan oportunos y sabios consejos.
Tampoco escatimaba en cambiar el turno a los que por sus cargas familiares, les surgía algún problema que les impedía realizar el servicio asignado.

Aquella noche todo transcurría con absoluta normalidad. La llamada normalidad del Fraile: noche cerrada completamente; aire frío y húmedo que te entraba hasta el tuétano; sonido adormecedor de las olas que iban a morir en los chinorros de las Doncella; y, sobre todo, silencio absoluto.
La conversación más animada versaba sobre el Acebuchal. Las ventajas e inconvenientes de continuar habitado tan estratégico caserío;  de que en toda toma de decisión, pagan justos por pecadores; y de cómo el desalojo, influía en la seguridad de sus actuaciones por la zona. 
De repente un sonido muy familiar para los tres, fuerte y seco, retumbó por los Acantilados. Los dos guardia levantándose ágil y rápidamente, pegaron sus cabezas junto a la de Fulgencio para mirar por la tronera de las Doncellas, en busca de algún indicio que les indicara de dónde provenía el disparo.
No observaron señal ni luz que les mostraran movimiento alguno en la playa o en sus alrededores. Sólo cuando comenzaron a comentar el suceso, y despegaron sus cabezas, advirtieron que Fulgencio apoyaba la suya contra la pared de la garita. 

Su cuerpo inerte, dentro de la estancia,  reflejaba toda la tragedia de tan inesperado suceso.


 

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