La lluvia













Hoy me he levantado más temprano que nunca. No he querido perderme el espectáculo de ver la lluvia en los Acantilados. ¡Tan ansiadas lluvias! 

Después de tanto tiempo, sin caer una gota, y de haber puesto la climatología a prueba a todos los seres vivos de los Acantilados; aunque me cale hasta los huesos, será un momento que por nada quiero perderme. 

Antes del amanecer me sitúo en un palco natural que me permite divisar el incesante movimiento de las nubes por el horizonte. 

Las nubes que fueron apareciendo en la tarde de ayer por poniente, van cubriendo completamente los cielos; envolviendo la imponente bahía natural que tengo a mis pies; y desde el mar, van tapizando las montañas que hacen de telón de fondo a estos Acantilados. Las cumbres cercanas van lentamente desapareciendo, envueltas en un enjambre y remolino de nubes. 

El mar, negro como boca de lobo a mi llegada, conforme se acrecienta la luz del día, va adquiriendo distintas tonalidades de grises; surcado por franjas blancas, diminutas de las crestas de las olas, y por líneas centelleantes de los rayos de sol, que se han abierto paso entre las nubes. Tampoco el sol ha querido perderse el espectáculo, a pesar de que durante un largo período de tiempo, pasará a un segundo plano, ocultado por esas densas nubes que se avecinan. 
El mar se ha convertido en un lienzo donde observar la gama más amplia de grises, reflejo de los tonos que las nubes en su deambular les van dando.

Las nubes vienen acompañadas de ese vientecillo fresco y húmedo que nos azota la cara, y del que disfrutamos intensamente. Vemos acercarse esa cortina gris que nos anuncia las gotas de lluvia.

Cerramos los ojos y nos dejamos acariciar por esa fragancia húmeda que ya habíamos olvidado, pero que muy pronto hemos recuperado de nuestro acervo aromático. 
Sí, por fin está lloviendo, y lo que nos llega es la fragancia a tierra e hierba húmeda. Lo que ha empezado con una ligera llovizna, se convierte en fuerte aguacero; y poco a poco se va cerrando la visibilidad a nuestro alrededor. 

La cabra, que lleva esperando esta lluvia como agua de mayo (en noviembre), continúa con su ajetreo diario, viéndolas disfrutar de las primeras gotas que les anuncian tan ansiado cambio. No han querido perderse este acontecimiento. Conforme arrecie la lluvia, buscará cobijo en las grietas y covachas esparcidas a lo largo y ancho de estos Acantilados.


 

Días extraños













Hoy ha sido uno de esos días extraños que te ofrece de vez en cuando la Naturaleza.

La mayoría de los días vuelves a casa sin haber observado, ninguna de las especies que normalmente estás acostumbrado a ver; y si has visto alguna, ha sido a gran distancia. Te vuelves a casa con la sensación de que han desaparecidos todos los animales que viven o habitan de forma estacional en los Acantilados; y que,  por desconocidas razones, piensas que han emigrado a lugares más confortables. ¡ Ya es raro encontrar un lugar más confortable!

Hoy ha sido todo diferente. Hoy ha sido uno de esos días donde los animales se han mostrado más cercanos; donde cautelosamente, eso sí, puedes disfrutar de su observación a distancias más cortas de las habituales, y donde puedes estar horas y horas contemplando su quehacer diario sin alteraciones. 

Puedes escuchar sonidos que habitualmente no suele escuchar: los estornudos; las llamadas amorosas; los berridos de los más pequeños; los chasquidos de los espartos al ser cortados con la boca; los sonidos del rumiar la hierba,……….

Te llegan todos los aromas y fragancias que no estás habituado a sentir, y que en un primer momento no sabes discernir de qué se trata, pero poco a poco, cuando has educado tu olfato al ambiente donde te vas moviendo, los vas reconociendo.

Volvemos a reconocer aromas perdidos, que teníamos grabados en nuestro acervo sensorial, y que fueron desgraciadamente desapareciendo, de nuestro disco duro olfativo.

Es tal la tranquilidad y el sosiego que se respira en el ambiente, que incluso, cuando el cansancio les puede a los animales, se tienden a dormir a “pata suelta”, sin importarles que se encuentra un intruso cerca. Tan cerca, que se saltan incomprensiblemente todas las distancias de seguridad que normalmente suelen guardar a rajatabla.

Estos días son los que más aprendo de la Naturaleza, donde más sentido le encuentro a lo que es vivir en consonancia con la Naturaleza; donde se muestra a simple vista, las cuatro, no hay más, normas fundamentales que rigen para vivir en armonía con la Naturaleza, sin llegar a agredirla salvajemente.

Intento captar con la cámara esos momentos únicos vividos; pero las fotos resultantes, aunque puedan tener una gran belleza y transmitan parte del momento vivido; nunca llegan a plasmar ese ambiente mágico, que te ha ofrecido la Naturaleza.


 

Las eras













Los Acantilados son un imponente paisaje que se abren al mar. Son tan grandiosos, que soslayan cualquier atisbo de rememoración de su importancia en épocas pasadas. Será la profunda contemplación y conocimiento de los mismos, la que nos vaya abriendo el inmenso libro de historias y costumbres que esconden. 

Si vamos fijándonos con atención, vamos descubriendo círculos empedrados junto a los cortijos, que salpican las laderas que caen inexorablemente hacia el mar. 
Círculos perfectamente orientados para desarrollar la labor para los que fueron construidos.
Colocadas en balcones magníficos sobre el amplio y profundo mar, o escondidas en lo más profundo del acantilado, las eras jugaron un papel primordial en la vida y en el día a día, de las personas que moraban por estos rincones.

Su presencia nos habla de los sudores y esfuerzos que tuvieron que realizar para sobrevivir en este medio tan hostil; donde con mucho afán y sacrificio se le arrancaba a la tierra las cosechas y frutos necesarios para sacar adelante la familia. 

Fueron testigos de fiestas y algarabías, donde se lucían las mejores galas, para la celebración de acontecimientos familiares; de bailes, a los sones de violines, guitarras y bandurrias. 
De coplas de rueda y danzas en círculos; de verdiales, cantados con esa voz y esos sones tan moriscos, que resonaban por todas las playas.  
De los primeros amores y de los primeros besos furtivos robados o correspondidos. 
De tertulias alargadas hasta el amanecer acompañadas con un humeante tazón de café de achicoria.
De letanías a la luz de la luna, con el sonido de las olas como fondo, para despedir al ser querido……..

Como todo lo relacionado con épocas pasadas, el paso del tiempo tampoco ha sido benévolo con las eras.  Desperdigadas y escondidas se van deteriorando por el desuso y el abandono. Ya no queda “cortijero” que vaya reponiendo la piedra descolocada o desajustada; todo lo contrario, la piedra que se levanta, actúa de ficha de dominó que hace que las del alrededor, vayan levantándose igualmente, descomponiéndose la armonía del todo el conjunto.
 Las eras se van desgranando de sus piedras colocadas con tanta sabiduría y esmero; y, otro vestigio de usos y costumbres de los Acantilados, desaparecerá ineludiblemente de nuestro acervo cultural.