La Marina













 En el silencio de la estancia, sólo se oye el sorber de la sopa. Todos los miembros de la familia sentados alrededor de la mesa, con la cabeza gacha, pegada al plato, van consumiendo el caldo de los tazones que aún humean.

De pronto, unos fuertes golpes en la puerta, que casi la echan abajo, y unas voces llamando a la autoridad, rompen el silencio de la cena. 

¡Abran a la guardia Civil! ¡No intenten salir por ninguna de las ventanas de la casa! ¡Estáis rodeados! ¡Quién intente salir lo dejamos frito aquí mismo!

Con cara de terror y de sorpresa, el cabeza de familia se levanta sobresaltado, y dirigiéndose hacia la puerta la abre con sumo cuidado para no levantar ningún tipo de  recelo, que pueda hacer que, a algún novato en el servicio, se le escape un tiro al aire, que termine en su cuerpo.

Varios hombre armados entran con rapidez en la estancia, y dispersándose con celeridad por las distintas estancias de la casa, comienzan a buscar, no se sabe el qué.

El número de mayor rango, hace su aparición por el dintel de la puerta, de forma lenta; pero dirigiéndose con autoridad hacia el cabeza de familia, le pregunta: 

¿Y los estraperlistas? 

¡No sé a que se refiere mi teniente! Estamos la familia cenando. Aquí no hay nadie que no sea de mi familia.

¿El Chato no ha hecho una parada en la casa?

No mi teniente, aquí no ha venido nadie en todo el día. Ni yo he visto a nadie por los Acantilados. Hemos estado recogiendo los olivos del barranco. Hemos terminado tarde la faena, nos hemos lavado un poquillo, y nos hemos puesto a cenar.

Pues me han dicho que han visto a la cuadrilla del Chato dejar algo en la casa del Olegario.  ¿Por qué iban a engañarme?

¡Ya sabe usted mi teniente que se dice muchas cosas en estos tiempos! ¡Hay mucha mala lengua!

Pues, ahí en la Doncella, ha habido jaleo, ¡y del gordo, esta tarde! ¡ Me extraña que con el “trajín” que se han traído, no hayas visto ni oído nada!.

Ya le digo mi teniente que nosotros hemos estado, a lo nuestro; y ya sabe usted, que lo que pase de cortijo para abajo, en las playas, no es de mi incumbencia.

Los agentes presurosos van saliendo de las distintas estancias, cortando el diálogo entre Olegario y el teniente. 

¡Mi teniente nada en los cuartos! 

¡Ni en el dormitorio del matrimonio! 

¡Ni aquí en la cocina!

Varios guardias que habían escrutado los alrededores: las cuadras y las corraletas; van apareciendo y confirmando lo que sus compañeros. 

¡Nada de nada, mi teniente!

No han encontrado nada comprometedor para Olegario.

¡Bueno Olegario, esta vez no hemos tenido suerte! Siento haberte deshecho la cama y la casa. La noche es larga en esta época del año, cuando terminéis de cenar, y sin otra cosa importante que hacer, no os costará mucho ponerlo todo otra vez en su sitio.

¡Buenas noches! Y no te metas en líos, Olegario.

¡Vaya con Dios, mi teniente!¡Tenga cuidado que así será!

¡Ah, Olegario, y de esto chitón!... Las puertas de las cuadras y de las corraletas, no han sufrido daños de importancia, con unas maderillas que le pongas, ya las tienes otra vez nuevas.

¡Así lo haremos, mi teniente!


 

La siesta















 La siesta, esta costumbre tan nacional, alabada por unos y criticada por otros, de la que se  ha escrito infinidad de artículos alabando sus bondades e inconvenientes; está presente cómo no, en el quehacer diario de la cabra de nuestros Acantilados. No debemos olvidar, que su nombre es capra pyrenaica “hispanica”, y nada más hispano que una “siesta”.

Llegado el mediodía, donde el sol, empieza a pegar de lo lindo por estos parajes; y tras la jornada nocturna de andanzas por los Acantilados, la cabra va buscando lugares tranquilos, donde poder echar esa “siestecilla” que le reponga de las horas perdidas de sueño.

Tarea dificil, ya más que recomentada en estos parajes, de buscar un lugar tranquilo donde sestear. Pero la siesta es mucha siesta, y además imperdonable no echarla; por lo que a pesar de todas las dificultades, siempre encuentran un sesteadero inigualable; ya sea en el sol, como en  la sombra, donde pegarse esa cabezadita tan “reponedora”.

Aunque a decir verdad, cuando el cansancio les aprieta, cualquier sesteadero, puede ser bueno; cualquier postura idónea, para descansar esos minutos que nos pongan otra vez en disposición, de salir huyendo ante una repentina adversidad.

Cuando observas una manada a esas horas; vas viendo, como si fuese una partitura sincronizada a la perfección, a los ejemplares de la manada, doblar la cabeza por turnos no escritos.  Mientras las cabras despiertas vigilan los cuatro puntos cardinales, el resto va dejándose acariciar por los efluvios del sueño. 

Aquí comienza la sincronización: Unas vigilan y otras duermen; cuando estas últimas abren los ojos, las otras les relevan en la tarea sestil. Aleatoriamente, pero siguiendo los pasos descritos con anterioridad, van descansando. Sólo las sacarán de su estupor sestil, la llegada de cualquier intruso, que sin percatarse del momento tan crucial del que están disfrutando estos animales, las soliviantarán y pondrán en huida, en busca de nuevos parajes, donde si es posible volver a sestear.


 

Estos visitantes invernales: “el cormorán” (Phalacrocorax carbo)













Este ave de nombre científico difícil de pronunciar (Phalacrocorax carbo), es otro de nuestros visitantes del Norte, que pasa los meses de invierno en nuestras costas. ¡Cómo se repite la historia! ¡Pero, bienvenidos sean!

Estas aves enormes, le dan colorido y vida a nuestros Acantilados; ya que sentarse sobre algunas de las rocas que pegan al mar,  y ver llegar a estas aves silenciosas nadando por la superficie y en un santiamén zambullirse durante minutos para pescar, es otro de los alicientes, que no aparecen en las guías de turismo sobre la zona, y de los que podemos disfrutar en los días “primaverales” de invierno.
 Aunque en las lagunas o pantanos cercanos su densidad es mayor, es aquí en nuestros Acantilados por su configuración, donde podemos observar a estas aves en su deambular por la superficie en su faceta pescadora.
Los primeros ejemplares ya empiezan a verse por el mes de octubre, posados por las rocas de nuestros Acantilados. Suelen ser ejemplares individuales los primeros en avistarse, hasta que entrado ya el invierno, suelen verse grupos pequeños de tres o cuatros ejemplares. No se suelen ver grandes grupos, como ocurre en las aguas dulces interiores cercanas a los Acantilados.
Pasarán largo tiempo sumergiéndose por todo el litoral, para atrapar a sus presas; de vez en cuando saldrán para coger aire, y volverán a bucear hasta saciar su apetito.
Una vez saciado, y cuando el sol está bien elevado sobre el horizonte, buscarán una gran roca cercana, y tomarán el sol, al igual que sus conciudadanos; y al igual que sus conciudadanos intentarán atrapar todo el sol posible, para llevárselo hacia sus frías latitudes. 
Extenderán sus largas alas mirando hacia el sol, y como si se trataran de “guiris” recién desembarcados del aeropuerto más cercano; cerrarán los ojos, hasta que ahítos de sol, pero sin llegar a dorarse con quemaduras dignas de visitar el ambulatorio más cercano, emprenderán nuevamente el vuelo; o se sumergirán lentamente, para comenzar otro nuevo periodo de alimentación.  
¡Es un placer observar estas aves! No son de las más bellas, pues durante el invierno no muestran sus mejores galas; pero sí son de las más amenas, por sus constantes zambullidas y salidas a la superficie.  Conforme se acerca la primavera, nos van mostrando el colorido de la cabeza;  y,  el cuerpo que luce una color negruzco, va cambiando hacia tonos marrones, donde irán apareciendo dibujos geométricos sobre las plumas.
Será en primavera cuando vayan retornando a sus lugares de cría, pero ya algunos ejemplares se van quedando durante todo el año, les cuesta volver a sus gélidos países, tras verificar las bondades de nuestro clima. ¡ Cómo se repite la historia! 
Esperemos que en el futuro no cuenten con un Brexit, que les haga titubear sobre su futura permanencia en esta morada.