Las caleras















¡¡¡La cááááá mu blaaaaanca!!!  ¡¡¡La cááááá mu blaaaaanca!!!

Se oía por las calles, llegando la primavera y los “días largos”.
Al principio nos costaba entender esas voces que cada vez oíamos con más intensidad, pregonadas por las calles de nuestro pueblo. 

Acostumbrados a los más familiares, por repetidos diariamente de: ¡¡¡ duuuulllceeeee!!!!!! o  ¡¡¡gooordooo y riiioooondooo looo riaaaaleeee!!!!! 

    Ese pregón al principio, nos producía cierta extrañeza, de qué mercancía se iba vendiendo. Una vez que veíamos aparecer la figura empolvada, con las correas de la cabalgadura sobre el hombro,  y la bestia detrás;  ¡ya no teníamos dudas!  ¡¡Era el de la cá!!  

Arrastrando la “bestia”con los serones llenos de cal, y la romana echada sobre las piedras para ir pesando; iba pregonando su blanca mercancía por todo el pueblo.
Las mujeres, bien por que habían escuchado el pregón, o bien por que le habíamos avisado nosotros; iban saliendo desde las casas, para  preguntar el precio de la arroba. 
Acordado el precio, y pesada las piedras de cal, con exactitud de romana; se iba a la casa por los calderos; y se iban metiendo las piedras de cal en el patio, a resguardo de una posible lluvia, que echara a perder lo comprado.

El día anterior o varios días antes, de encalar, se iban fabricando la cal. 
Se echaban las piedras sobre el barreño, se le echaba el agua y a esperar a que la química hiciera su efecto; y, a que la cal, se apagara. 

Cosa importante ésta, muy a tener en cuenta, si no querías salir corriendo para el grifo, y poner el brazo, la pierna, o si corrías peor suerte, la cara; para refrescar la parte corporal, agraciada con unas de las tantas salpicaduras de la ebullición.

Más de uno conservamos recuerdos de las desprevenidas salpicaduras, que como ley suprema de Murphy, siempre caía en el cuerpo de los niños que andábamos por el patio, con nuestros pantalones cortos, recién sacados de los armarios. 

A pesar de las advertencias, nos atraía el bullir blanco en el barreño. Recuerdos de efervescentes volcanes se nos venía a la cabeza.  Haciendo caso omiso a las advertencias, íbamos acercándonos más al barreño, para no perdernos la explosión de esa gran pompa que se estaba formando. ¡El resultado ya lo hemos relatado! Carreras con brincos, buscando la salvación del agua.
¡¡Éramos los imanes de las salpicaduras!!
También nos gustaba remover con la larga vara, las piedras para que se fueran deshaciendo. 
¡¡Para nosotros era un juego  y nuestras primeras lecciones básicas  de química, en el laboratorio de tu patio!!! 
Primera lección y fundamental: ¡¡Échale agua, y te apartas !! 
Lo del óxido de calcio transformado en hidróxido de calcio vendría más tarde.
Cuando eramos pequeños lo hacíamos con la supervisión de un adulto, pera ya jovenzuelos, nos encargaban “ex profeso” la tarea de “apañar” la cal. 

¡¡Entonces perdía toda la gracia el juego!! 

Se convertía en una obligación. Era la faena que se te atribuía por tus ansias, que poco a poco se te iban quitando, de imitar a los adultos.

Había que encalar las fachadas y los patios, para que relucieran con las luces de la primavera y el verano, y tú, eras parte importante, en esa labor; tanto en la elaboración de la cal, como en la posterior pintura de las partes bajas de las paredes, donde a los adultos se les hacía más complicado pintar. 

Era en esa tarea cuando uno se acordaba de la valla de Tom Sayer; pero tus colegas, si no estaban en la misma faena que tú; les faltaba poco para empezarla, por lo que, de hacerles ver que aquello era divertido: “ná de ná”. Cada vez pienso más, que Mark Twain tuvo que ayudar más de una vez a su madre con la cal.

¡Cuántas maldiciones no habré escuchado por los patios, después de encalar la “fachá”, y al día siguiente ponerse a llover!

Cuando esto ocurría, ya sabías en qué ibas a ayudar a tu madre, en los próximos días. ¡Hacer planes para las tardes venideras era absolutamente absurdo!
Las bromas y chnzas, cuando esto sucedía, corrían por toda la calle, y habían quienes decían que para que lloviera, lo mejor era ponerse a “pintá” la “fachá”; en vez de sacar a los santos en procesión. 

Había una cierta regla matemática no escrita, de que cuando terminabas de encalar la casa, al día siguiente caía la lluvia suficiente para emborronar lo que habías encalado.

Pero pasadas las posibles jornadas de lluvia y la llegada de los días interminables de absoluto sol, la contemplación de las fachadas y paredes de los patios, se hacía casi imposible. Tanta blancura te hacía daño en los ojos. 

Si osabas a mirarlas, lagrimeabas como si estuvieses llorando. Sólo podía mirarlas cuando la luz iba decayendo con el atardecer. ¡¡Era una alegría ver todas las casas relucientes desde lejos!! ¡¡Sin saberlo, contribuíamos a la fama de nuestros pueblos blancos!! Para nosotros era lo habitual, y no eran tiempos para romanticismos; pero,  lo que no sabíamos, era que todo ese fulgor blanquecino, esa contribución a la imagen blanca de nuestra tierra; era gracias al duro trabajo en las caleras, como éstas, de nuestros Acantilados.

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