Cuenta la leyenda que cuando se fundó Atenas, los atenienses quisieron festejar la fundación con el apadrinamiento de la ciudad por un Dios que le diese nombre a la ciudad.
Acudieron Poseidón, dios del mar, y la diosa de la guerra, Atenea.
Poseidón quiso corresponder a tal honor, haciendo brotar de un piedra una fuente que diese de beber y regase los campos de los atenienses. Pero cuando éstos probaron el agua, se dieron cuenta de que era salada; con lo que no podían beberla y por ende, echaría a perder sus cosechas.
Descartado Poseidón de tal honor, Atenea les ofreció a los atenienses, para merecer tal distinción, un pequeño olivo; asegurando a los atenienses, que dicho árbol, les daría aceitunas para comer, de ellas podrían sacar aceite y de su tronco, podrían obtener leña para calentarse durante los duros días del invierno.
Los atenienses ante tales ofrecimientos eligieron el nombre de la diosa para ponerle nombre a su ciudad.
Desaparecidos los Dioses y en declive la civilización mediterránea, las nuevas civilizaciones bendecidas por “mitras”, “kipases” y “turbantes”, llevan pareja el declive de especies mediterráneas tan longevas como nuestra civilización.
Sólo el olivo, quizás por que fuese ofrecido por la diosa de la guerra, o, por que los atletas ganadores en la Olimpiadas eran aclamados portando una corona trenzada con ramas de olivos; ha sido el único árbol que ha mantenido un lugar destacable en las posteriores civilizaciones.
Nuestros Acantilados cuentan, dispersos por sus laderas, con sus olivos.
¡Quién sabe si no fueron igualmente regalados por alguna Diosa!
Ya sean regalos de diosas o dioses, los olivos, presentes igualmente en los Acantilados, se encuentran difuminados por todos sus rincones, sobreviviendo a duras penas, como el resto de las especies.
Nos encontramos olivos centenarios que están siendo devorados por las repoblaciones de pinos y el avance del monte en su expansión incontrolada; y, pequeñas plantaciones de olivos más jóvenes, que salen adelante a duras penas; y sobre todo por el esfuerzo de los pequeños propietarios que tienen parcelas dentro del Paraje Natural.
Sus hojas están sirviendo de alimento a los rebaños de cabras monteses que deambulan por estos parajes; su tronco da vida en forma de nidos a muchas especies de aves; y su sombra, alivia el tórrido calor de los meses de verano.
No es difícil contemplar rebaños de cabra en las pequeñas parcelas sembradas de olivos, y aunque, sus propietarios ponen todos los medios para que éstas no devoren las hojas de los olivos, las cabras utilizan cualquier estrategia para alimentarse de los brotes jóvenes.
¡A falta de quien recoja la aceituna en la campaña, la cabra aprovecha el fruto y las hojas de tan milenario árbol!