El “Corneto” era la estrella, durante el celo de la cabra, de los Acantilados. Cualquier fotógrafo, que se preciara, tenía que haberlo fotografiado durante el celo; si no lo hacía, no podía considerarse como tal. Cuando nos juntábamos varios fotógrafos a compartir fotos y experiencias del día, siempre salía a relucir las mismas preguntas: ¿Has fotografiado al “Corneto”? ¿Por dónde lo has visto? ¿A qué hora? ¿Va con hembras, o sólo va con machos?
Cada colectivo, tiene sus señas de identidad, sus manías, sus temas recurrentes en ciertas épocas y sus experiencias contadas una y otra vez, que hacen que los tertulianos acudan a ellas como para dar a entender, a los que se incorporan de nuevos al grupo, quienes son los pioneros en la materia.
En los acantilados llegado el celo de la cabra, de noviembre a enero, el tema recurrente era el mostrarnos unos a otros las fotos realizadas al “Corneto”. Las fotos llegaban al sitio donde estábamos (la casa, el bar, el cine, …..) casi en tiempo real. Una rápida pasada por el ordenador para retocar algún detalle, y al instante era mandada al colega de turno.
El “Corneto” era un macho viejo, ya casi cano, que sólo hacía su aparición por los Acantilados en la época del celo. Aparte de su pelaje cano y oscuro, fácilmente distinguible a mucha distancia; su característica más acentuada, y que lo hacía singular y atractivo de fotografiar, era su único cuerno. Era el unicornio de los Acantilados, ese ser misterioso, que aparece y desaparece, y del que también nos inventábamos leyendas; en este caso, leyendas menos sentimentales y más realista, de cómo había perdido el cuerno que le faltaba. Pensábamos que lo había perdido de cuando era choto; e incluso que había nacido así, pues no se veía en su testuz ningún trozo que pudiera dar a entender un traumatismo posterior.
El “Corneto” tenía sus querencias fijas, quizás eso, fuese su perdición. Se movía por una zona muy delimitada y pequeña, por terrenos de fácil acceso, donde el peligro podría venirle en cualquier momento. Era un macho avezado y endurecido, y sabía moverse por los Acantilados, evitando los encuentros con los transeúntes que se paseaban por su territorio. Pero algunas veces eran inevitables esos encuentros, y su halo de animal peculiar se fue extendiendo cada vez más.
Terminado el celo por enero, ya no se volvía a ver. Era todo un enigma dónde, podría pasar el resto del año, fuera de las miradas y observación de quienes nos movemos por estos parajes. Todo eran suposiciones, de por donde podría moverse. Lo cierto era que su visión daba el aviso de salida para fotografiar tan intenso momento, como es el celo de la cabra montés, en nuestros Acantilados.
Queda poco para que comience el celo, y este año no podremos fotografiarlo, esa desazón de fotografiar al “Corneto”, que nos acometía durante esta época, ya no la sentiremos. A finales del celo pasado, encontramos su cuerpo escondido en un pedregal, de un barranco por donde solía moverse. Primero, un gran rastro de sangre; a continuación la certeza de que esa sangre era la suya, no podía ser de otro ejemplar. Si se habían adentrado hasta allí, los furtivos, era sólo por su causa. Posteriormente el rastreo de la pista rojiza en una y otra dirección; hasta finalmente confirmar que ese cuerpo descabezado dejado en el barranco, era el del “Corneto”.
Sólo estaba su cuerpo. Alguien achantado y tenebroso, que aún no tiene superada la etapa pueril de los mitos y cuentos, y que todavía cree en los unicornios; se llevó su cabeza para exponerla no se sabe dónde. Disfrutará de un privilegio a todas luces secreto y egoísta; pero cuyas manos no podrán tocar nada, pues no habrá remedio alguno, para poder limpiarlas de tan vil conducta.
Las fotografías y vivencias del “Corneto”, almacenadas en nuestras modernas bibliotecas de disco duro, serán la constancia de que por nuestros Acantilados, anduvo durante un tiempo, un ser mitológico.