Golondrina dáurica (Cecropis daurica)













La golondrina dáurica es menos conocida y tiene menos reconocimiento que su pariente la golondrina común; aunque me parece, que debido a su semejanza con su pariente, ha sido incluida, normalmente por el gran público, en el término de golondrina a secas. Desde tiempos inmemoriales hemos oído hablar de la golondrina común y de su noble gesto, pero de la golondrina dáurica no tenemos noticias. Según cuenta la leyenda, el tono rojo en la garganta de la golondrina común, se debe a que le arrancó a Jesucristo una espina de la corona; y en tal tarea, se pinchó con una de las espinas. De ahí, su rojo en la garganta, su reconocimiento y su gloria. A su pariente la dáurica le cogería trabajando en su laborioso nido, y no se percató de que se estaba produciendo tan notable acontecimiento, y no pudo ir en ayuda de tan ilustre crucificado. Por que ella, ya vivía en esa época, por aquellos lares. ¡Eso creo!
 
Eso le ha hecho que no tuviésemos noticias de ella hasta hace poco tiempo. Antes quien no salía en los textos sagrados no existían; y en nuestra España tan católica, siempre jugó con ventaja su pariente la común.

Pero nuestra protagonista se va abriendo terreno contra viento y marea, a pesar de ser confundida con su pariente, y cada vez su presencia se hace notar más por toda la Península, aunque su cruzada sea al revés. De norte a sur nos vino el cristianismo por los RRCC y nuestra dáurica tiene la empresa de expandirse de sur a norte, pero sin servirse de leyendas ni subterfugios. 

Nuestros Acantilados fueron de los primeros lugares donde se asentó la dáurica. ¡Obvio es! Si venía de sur a norte, con una de las primeras tierras que se topó fue con tan bello paraje. A ellos llega durante la primavera, para construir sus bonitos y trabajosos nidos donde sacará adelante su prole. Las primeras semanas son un continuo tirarse al barro. ¡Tal cual! No para de dar viajes hacia los lodazales para llenarse el buche de barro y salir tirada hacia el enclave donde construirá su abovedado adosado de amor. Allí sin solución de continuidad, ya no dará viajes al barro, pero se recorrerá todos los cielos de los Acantilados para atiborrarse de insectos y poder alimentar a los polluelos. A continuación sin parar, una vez que los polluelos son capaces de volar y no dar con sus huesos en el suelo, abandonarán todos el nido, por que una vez construido tan acogedor “chalecito”, tendrá que ser “ocupado” no alquilado por el vencejo cafre, que aprovechándose de tan magnífica arquitecta y trabajadora, lo utilizará para pasar su “temporadita” en él. ¡Ya hablaremos de este cafre!

Después cansada, extenuada por el trabajo y la crianza de la prole tiene que tirar de todos ellos y cruzar el tenebroso mar, plagados de peligros y acechanzas.

Espero que te hayas dado cuenta, intuitivo caminante, de por qué nuestra protagonista no cayó, no se dio cuenta de que a su alrededor estaba aconteciendo tan importante suceso, y no pudo ir en auxilio de tan ilustre personaje. ¡Estaba todo el santo día atareada! Pero así nos han contado siempre la historia.


 

Rorcual común (Balaenoptera physalus)





Había sido toda una mañana de espera, intentando sacar algunas imágenes de un “zarapito trinador” que tiene las calas de los Acantilados como cuarteles de invierno. Espera que fue infructuosa, tanto por que no apareció el ave deseada, como que tuve que finalizar antes de tiempo mi propósito, por que las calas de los Acantilados no se libran de los visitantes ni en las mañanas frías de invierno. Así que tras cerciorarme de que las personas que habían bajado a la cala para descansar al sol, se iban a quedar un buen tiempo, y que serían la causa de que no entrara ningún ave mientras estuvieran presentes, decidí abandonar cualquier intento de lograr por ese día instantáneas del zarapito.

Abandoné la cala y puse rumbo hacia una zona donde pudiera tener un emplazamiento idóneo desde el que abarcar una amplia zona, y así por lo menos aprovechar lo que quedaba de mañana.  Si no había entrado el zarapito, por lo menos podía ver dónde se encontraba las manadas de cabras, que durante estos meses se agrupan en gran número. Tampoco rechazaba la idea de que apareciera el martín pescador que este año ha estado más remolón a la hora de cruzar hacia tierras más calentitas; o que alguna garza real tuviera la feliz intención de posarse en algunas de las piedras cercanas; o que un platillo volante tomara la torre vigía cercana como aeropuerto improvisado. ¡Cualquier cosa me vendría bien, después del madrugón y de la aparición inesperada de las personas en la cala!

Pero cuando el día parece venir así de ladeado, nada ocurre. La esperas son infructuosas y los constantes barridos con los prismáticos son en vano. Parece  que la tierra o la Naturaleza echase una capa invisible sobre los animales y éstos desaparecieran ante nuestros ojos. Sabemos que están ahí, pero somos incapaces de verlos, hasta que ellos quieren y se dejan de ver.

Ya era la hora de mi vuelta para casa cuando, la silueta de un “delfín” vadeaba el pequeño islote de roca que hay en medio de la cala. Rápidamente y con nerviosismo saqué la cámara que llevaba en la mochila. No podía dejar de pasar la ocasión de fotografiar al delfín que había osado acercarse tanto a la orilla. El agua estaba transparente, de ese azul turquesa que nos embelesa de solo contemplarlo. Mientras intentaba medir correctamente la luz de la escena, iba apretando el botón del disparador a la vez que de refilón con el ojo izquierdo iba viendo si las imágenes tenían la luz correcta. Cambiaba la abertura del diafragma conforme iba viendo a duras penas que las imágenes iban adquiriendo la luz correcta. Todo fue muy fugaz, tanto por el avance del animal, como por las dimensiones tan  reducidas de la cala.

Feliz, por lo menos, de haber podido fotografiar ese delfín tan grande y tan lacio, me fui para la casa. Pero mi cerebro seguía dándole vueltas a la imagen del delfín avistado, y que no me cuadraba, según los estándares de delfines avistados en las inmediaciones. Los delfines son más vivos y activos, pero bueno, este podría haberse tomado ese día más relajado; o quizás pudiera estar enfermo. Fue cuando vi la imagen ampliada en el ordenador cuando se apreciaba que lo avistado no era un delfín. Su cabeza era más grande y alargada. El cuerpo también era más grande. ¡No cabía duda, era una ballena! ¿Pero cuál? Aquí entraron en juego los señores Safari y Google. ¡Cuánto saben!  Rápidamente me dijeron que era un rorcual o ballena de aleta, el segundo mamífero más grande que surca los mares. ¡Mi asombro fue total! ¡Una ballena y a escaso metros de la orilla!

Toda la frustración de haber dado la jornada detrás del zarapito como perdida, quedó recompensada por este inesperado encuentro. Os dejo algunas imágenes como prueba de ello. No son muy buenas, pero lo fugaz y repentino del avistamiento no dieron para nada mejor. En mi retina las imágenes son más abundantes, nítidas y reales, pero aún no hay dispositivo que las pueda descargar directamente a ningún formato. ¡Lo siento! 


 

¡¡¡¡¡No me he podido resistir!!!














Este año había decidido no escribir sobre los nuevos nacimientos de cabras monteses en los Acantilados. Me parecía que era volver a repetirme sobre el tema. Pero a medida que han transcurrido los días y he ido contemplando el deambular por estos parajes de tales retoños, no me he podido resistir. 

No me he podido resistir, porque con los tiempos que corren, observar en plena Naturaleza ese aire fresco de ingenuidad, alegría, sosiego y candidez que transmiten tan inocentes seres, no podía dejarlo de pasar. 

No podía dejarlo de pasar, porque tal contemplación, es el revulsivo, que te insufla esa brisa de ternura y felicidad, que tanta falta nos hace en estos tiempos. El tiempo deja de tener sentido, sólo el vínculo tan intenso que podemos observar, que se ha creado entre madre e hijo, con todo lo que eso conlleva de mimos, cuidados, atenciones, miedos, te remueve algo en tu interior que hace que esos momentos ni siquiera lleguen a ser mágicos; podríamos decir que sólo son momentos naturales, los más naturales que podamos observar, sin la intervención ni  la contaminación de oscuros ni aviesos intereses. 

Momentos tan consustanciales reflejados en los ojos de los nuevos retoños. Esos ojos oscuros, todavía no adaptados a la contemplación del peligro, son el espejo aún sin pulir de lo que será su vida.

Ojos oscuros que van observando con candidez todo cuanto se mueve a su alrededor. Ojos que descubrirán a esos canes que se mueven en jauría mortal por todos los rincones de los Acantilados. Ojos que buscarán con ahínco los pezones de las ubres alimentadoras. Ojos que irán  escogiendo las plantas adecuadas y eligiendo los tallos más tiernos. Ojos que por fin, irán tomando esos tonos y brillos de sus congéneres, formados a base de toparse una vez y otra con las cruda realidad de estos Acantilados.

Realidad y coyuntura, que si no te das prisa estimado caminante, podrás observar tal y como he querido transmitírtelo. Mientras más tiempo dejes de pasar para poder observar tan ingenuos retoños, más claros le verás los ojos. Aclarados por los golpetazos de realidad. Así que intenta verlos con los ojos oscuros, casi negros, aún velados por ese telón de la ingenuidad, que se irá izando poco a poco, a medida que los retoños se vean abducidos por la vorágine de los Acantilados.