A pesar de que nuestros Acantilados son famosos por sus playas y calas, de las que dan cuentan miles de bañistas durante los meses de verano ( que aquí prácticamente es todo el año), dichas playas en su mayoría, están formadas por extensos roquedos que unen la montaña con el mar. Las playas más aptas para el disfrute estival, están conformadas por arenales con distintos tamaños de piedras, desde piedras minúsculas hasta pedruscos de considerables tamaños; pero con lo que no cuentan estos Acantilados son con playas de superficies fangosas o lodosas, ideales para la estancia de nuestro protagonista, por lo que su presencia, siempre me ha llamado la atención, desde que lo vi, la primera vez, hace ya unos ocho años.
¿Que hacía un limícola pasando el invierno en unos Acantilados donde la roca es la dueña y señora de sus playas? ¿Habría una playa fangosa recóndita, con su arenilla fina, formada por los arroyos que mueren en el mar, aún sin descubrir? Esta eran las preguntas que me hacía, nada más que lo vi.
Pensaba que era un ejemplar, que durante su viaje migratorio desde la tundra, en el Ártico, no había tenido fuerzas suficientes para cruzar el mar, y que estaba esperando reponer fuerzas para emprender la aventura. Así, que a esa primera visión no le di mucha importancia. Pero cuando los avistamientos se fueron haciendo cada vez más frecuentes y alargándose durante todo el invierno, y esto se repetía en los años posteriores, ya pensé que no se trataba de un ejemplar débil, reponiendo energía; si no que el zarapito, había elegido nuestros Acantilados para pasar el invierno, y así se ahorraba unos pocos kilómetros hacia el sur, que llegada la primavera tenía que desandar, en este caso “desvolar”, para su vuelta a la taiga y a la tundra.
Me puse mano a la obra para poder captar imágenes de este extraño ave, y de camino localizar la posible playa fangosa y limosa escondida de los Acantilados, aún no descubierta, ni citada en medio alguno, donde nuestro protagonista disfrutaba del periodo invernal. Complicadas tareas ambas. El zarapito no se dejaba ver por ninguna de las playas más accesibles. Tenía querencia por las rocas más exteriores, aquellas donde rompen las olas y donde el acceso es bastante peliagudo. Pero no por ello, desfallecí. Me armé de bastante paciencia, y como no me puse meta alguna para realizar las fotos, fui acudiendo durante los meses de invierno a lo largo de varios años, a los lugares por donde veía deambular al zarapito. Fruto de ello, de la suerte y de la constancia, son estas fotos realizadas.
Con la playa fangosa y limosa no he dado todavía. No desfallezco en el intento de buscarla, y como gran explorador tomar posesión de ella, clavar mi monopié y mi cámara en señal de tal descubrimiento, para posteriormente, hacerme un selfie y lanzar a los cuatro vientos, la constancia del hallazgo. ¡Seréis los primeros en tener la exclusiva!