El cobijo del derrumbe













Las paredes de la cueva son una incesante proyección de sombras. Las mujeres sentadas junto a las hogueras encendidas, van desperezándose del profundo y corto sueño. Miran entre asustadas y perplejas el continuo ir y venir de los hombres; algunas tienen enganchadas en sus ubres a sus hambrientos lactantes, ajenos aún a todo lo que está ocurriendo en la cueva. Hoy la lluvia no ha hecho acto de presencia, con lo que aprovecharán, cuando los hombres se marchen, para bajar con los cestos y los hijos a las espaldas, hasta la orilla de esa inquietante masa de agua que se extiende por toda la parte sur de la cueva. Allí irán cogiendo moluscos, cangrejos y algún que otro pez, atrapado entre las pequeñas balsas de agua que quedan cuando ha bajado la marea.

Los hombres del clan se están preparando para una de sus partidas de caza. Todo es un caos organizado de gestos y sonidos guturales. Están más nerviosos y asustados que de costumbre, pues no se trata de una partida normal por los alrededores de la cueva; ayer por la tarde, divisaron un gran grupo de cabras por los acantilados situados al este de la cueva, en una zona que no tienen muy explorada y en la que seguramente les acechen peligros desconocidos. No quieren perder la ocasión de conseguir carne fresca para unos días, y han decidido adentrarse en una zona algo más alejadas de lo habitual. 

Los seis hombres que conforman la partida de caza, armados con lanzas, flechas y hachas, han salido de la cueva por el estrecho sendero abierto entre la densa vegetación y los interminables laberintos que serpean entre los derrumbes de rocas de las montañas, que les sirven de refugio para los fríos vientos del norte. Dos de los hombres se han quedado para acompañar a las mujeres.

El grupo, cada vez más, va ralentizando su avance, ante el desconocimiento del terreno y los posibles peligros con los que se pueden encontrar. Lo mismo que ellos han detectado al grupo de cabras, los felinos que se mueven por los alrededores también las habrán descubiertos, y por ningún motivo, ni quieren enfrentarse a ellos, ni ser sorprendidos por el ataque de varios individuos. Dos de los hombres se van adelantando unas decenas de metros, subiéndose a las enormes piedras que jalonan toda la zona, y cuando ven despejado el terreno, dan la señal de avance del resto del grupo, que temerosos van acercándose a sus compañeros, no sin antes haber asegurado que a sus espaldas está todo controlado. En estas incursiones, todos los ojos son pocos para atisbar los peligros.

Cuando el sol ha llegado a su cenit, han divisado al grupo de cabras descansando sobre unas piedras, justo en la ladera de enfrente, a escasos doscientos metros de donde se encuentran. La densa vegetación y el ruido de un crecido arroyo, han hecho posible tal acercamiento. ¡Hasta el momento hoy, están de suerte! ¡Pero ahora es cuando viene la parte más peligrosa! Tendrán que dividirse en dos grupos para rodear al rebaño, y tenerlas a tiro de sus lanzas y flechas. Pero esa división los hacen más vulnerables a cualquier peligro que se les presenten en su acercamiento. Tres de los hombres entrarán por encima del rebaño, mientras los otros tres se dirigirán por la parte baja de los bloques de piedras.

Ya se han desplegado rodeando a la manada. Cada uno está situado en un punto estratégico para que los animales puedan pasar lo más cerca posible. Sincronizados por ese instinto de tantas partidas de caza, han comenzado a gritar y a realizar aspavientos con las manos para asustar a las cabras para que éstas no tengan un plan de huida, y despavoridas, huyan en todas direcciones haciendo más certero su plan. 

Las cabras sorprendidas han intentado huir en todas direcciones. Sólo dos de ellas han caído abatidas por las lanzas y flechas de la partida. Raudos y veloces se han agrupado todos los miembros y valiéndose de las tiras de esparto han preparado los animales para ser transportados a las espaldas. Quieren salir raudos de la zona y llegar a terrenos más conocidos.

El clan tendrán asegurada carne fresca para varios días. La sensación de hambre quedará apartada por un periodo corto de tiempo. El clan tendrá algunos días de total asueto y tranquilidad, y quién no nos dice, que algún miembro henchido por la euforia, no se atreva a reflejar en las paredes de la cueva tan satisfactoria jornada de caza.


 

Siempreviva azul (Limonium sinuatum)














Nuestra protagonista, pertenece a una extensa familia que debe su nombre, Leimon, que significa pradera húmeda, a que muchas de sus parientes nacen en ese tipo de ambiente; pero en el caso que nos ocupa, la Siempreviva azul, es nativa de las áreas costeras del mediterráneo, que no se caracterizan precisamente, por ser ambientes de mucha humedad. Todo lo contrario, tiene que sobrevivir contra el calor excesivo y la escasez de lluvia tan característico de nuestra zona, y de los Acantilados en concreto.

Pero a pesar de ello, la Siempreviva, nos muestra sus llamativos colores y su lozanía cada vez que nos encontramos con algunas de estas plantas en los roquedos y terrizos cercanos al mar. Tampoco la sal, es un inconveniente para mostrar su vigor y vitalidad.

Pocas son las áreas de los Acantilados donde podemos observar y admirar esta bella planta y sus hojas. Queda confinada y esparcida en pequeños reductos de las principales playas, ocultas, casi escondidas en los arenales y huecos de las rocas que se adentran hacia el mar. En la época de floración son rápidamente avistadas, su llamativo color azul se esparce por las playas y rocas. Una de las cosas que más llama la atención de esta curiosa planta, es que sus hojas, cuando las tocamos, parece que estamos pasando los dedos por un pliego de papel convenientemente arrugado, teniendo la rara característica de que cuando se secan, siguen manteniendo la misma apariencia. De ahí, provenga su nombre más acertado, Siempreviva. Siempre está viva, su aspecto no cambia a pesar de llevar varios días cortada.

¡Habría que estudiar concienzudamente esta lozanía después de la muerte! Quizás aquí se encuentre el bálsamo de la eterna juventud, tan buscado y cotizado a lo largo de la Historia de la Humanidad.

Así que osado senderista, que has escogido los Acantilados para tus paseos, deberás buscar por las playas de más renombre de estos Acantilados, si quieres admirar y contemplar, la planta que podría esconder la esencia de la eterna juventud. ¡Qué los dioses te sean propicios!


 

Zarapito trinador (Numenius phaeopus)














A pesar de que nuestros Acantilados son famosos por sus playas y calas, de las que dan cuentan miles de  bañistas durante los meses de verano ( que aquí prácticamente es todo el año), dichas playas en su mayoría, están formadas por extensos roquedos que unen la montaña con el mar. Las playas más aptas para el disfrute estival, están conformadas por arenales con distintos tamaños de piedras, desde piedras minúsculas hasta pedruscos de considerables tamaños; pero con lo que no cuentan estos Acantilados son con playas de superficies fangosas o lodosas, ideales para la estancia de nuestro protagonista, por lo que su presencia, siempre me ha llamado la atención, desde que lo vi, la primera vez, hace ya unos ocho años. 

¿Que hacía un limícola pasando el invierno en unos Acantilados donde la roca es la dueña y señora de sus playas? ¿Habría una playa fangosa recóndita, con su arenilla fina, formada por los arroyos que mueren en el mar, aún sin descubrir? Esta eran las preguntas que me hacía, nada más que lo vi.

Pensaba que era un ejemplar, que durante su viaje migratorio desde la tundra, en el Ártico, no había tenido fuerzas suficientes para cruzar el mar, y que estaba esperando reponer fuerzas para emprender la aventura. Así, que a esa primera visión no le di mucha importancia. Pero cuando los avistamientos se fueron haciendo cada vez más frecuentes y alargándose durante todo el invierno, y esto se repetía en los años posteriores, ya pensé que no se trataba de un ejemplar débil, reponiendo energía; si no que el zarapito, había elegido nuestros Acantilados para pasar el invierno, y así se ahorraba unos pocos kilómetros hacia el sur, que llegada la primavera tenía que desandar, en este caso “desvolar”, para su vuelta a la taiga y a la tundra.

Me puse mano a la obra para poder captar imágenes de este extraño ave, y de camino localizar la posible playa fangosa y limosa escondida de los Acantilados, aún no descubierta, ni citada en medio alguno, donde nuestro protagonista disfrutaba del periodo invernal. Complicadas tareas ambas. El zarapito no se dejaba ver por ninguna de las playas más accesibles. Tenía querencia por las rocas más exteriores, aquellas donde rompen las olas y donde el acceso es bastante peliagudo. Pero no por ello, desfallecí. Me armé de bastante paciencia, y como no me puse meta alguna para realizar las fotos, fui acudiendo durante los meses de invierno a lo largo de varios años, a los lugares por donde veía deambular al zarapito. Fruto de ello, de la suerte y de la constancia, son estas fotos realizadas.

Con la playa fangosa y limosa no he dado todavía. No desfallezco en el intento de buscarla, y como gran explorador tomar posesión de ella, clavar mi monopié y mi cámara en señal de tal descubrimiento, para posteriormente, hacerme un selfie y lanzar a los cuatro vientos, la constancia del hallazgo. ¡Seréis los primeros en tener la exclusiva!